Una cruz alta y vacía quiebra en dos la bóveda celeste calle arriba. Un blanco sudario ondea al viento como una paloma vuela al cielo y cubre torpemente la desnudez del madero. La madre sostiene en sus rodillas lo que antes era pura vida. Su único hijo, su vida, su consuelo... es ahora un despojo, un manojillo de violetas muertas por el suelo. El rostro desencajado de María nos mira gritando pidiéndonos piedad. ¿Puede haber dolor más grande que el dolor de esa madre? Sus manos abiertas piden una explicación pero nadie puede consolarla, nadie. Es la Virgen de la piedad, de la angustia, del dolor más extremo. No es la pena que va dentro, es la tristeza que se desborda, que no se contiene... es el dolor para el que ya no hay más llanto, para el que ya no hay más duelo. Tras un camino entorchado de luto y fuego la Santísima Virgen María, en la soledad de su dolor, abandona su clausura para llorar junto a su pueblo.
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